viernes, 14 de marzo de 2014

De jueces y verdugos

Nunca dejará de sorprenderme, observando a otros actuar, vivir y comportarse (que es como se aprende a ser o no ser), comprobar hasta qué punto podemos ser capaces de hacernos daño a nosotros mismos, de destruirnos, de mortificarnos. Cómo a veces nos convertimos en juez, parte y verdugo de nuestros propios errores, en el más duro juez y en el más desalmado ejecutor. Sin perdón, sin remisión, torturándonos hasta el límite, revolcándonos en nuestra propia porquería y asumiendo esa pena como la más sagrada norma, cuando en realidad, según mi perspectiva claro, no es otra cosa que una manera cobarde de evitar enfrentarse a las equivocaciones. 

Siempre digo que llegados a ciertas alturas de nuestra vida la mochila que hemos ido forjando día a día, paso a paso, está considerablemente cargada. Sí que admito que cada uno lleva consigo sus propios demonios y fracasos, pero convertir la expiación de esas culpas en la razón de nuestra existencia, no es más que un modo de no afrontar que se trata de eso, ni más ni menos, del camino de la vida. 

Errores. Siempre habrá errores, pero también habrá aciertos. Pensar que nunca podemos equivocarnos es una forma de creernos dioses, sin tener en cuenta que el camino no es llano ni fácil de recorrer y que no llegamos con un manual bajo el brazo que nos indique cómo hacerlo. No asumir que podemos meter la pata, no entender que a veces hacemos daño voluntaria o involuntariamente, no aceptar que en ocasiones no actuamos correctamente y limitar el remedio a esos fallos a no perdonarnos por ellos, es el primer paso para ser deshonesto. Deshonesto con el prójimo pero sobretodo deshonestos con nosotros mismos. Es la conocida técnica del avestruz, esconder la cabeza, y en este caso torturarnos con la sentencia que nosotros mismos hemos dictado, para no dar la cara, para no reconocer ante otros que hemos fallado, porque es mucho más fácil y cómodo reconocerlo ante nosotros mismos, pero eso sí, sabiendo que ésa no es la forma de solucionarlo, que ésa no es la manera de redimirse y ahí, justamente ahí, estriba la falta de honestidad. 

Es un truco visual, simplemente. Daremos por finalizada la pena y cumplida la sentencia cuando nosotros mismos, como jueces, consideremos que ya se ha pagado el pecado o la ofensa, y a otra cosa. Mentira. Un espejismo, porque somos conscientes de que la manera limpia, honesta y valiente sólo es una. De frente, pidiendo disculpas, comiéndonos el orgullo y sacando el coraje para bajar la cabeza y decir me he equivocado. Para eso sí hay que ser valiente y tenerlos bien puestos, pero claro, una cosa es tener pelotas para comernos el mundo y otra muy distinta es tener cojones para enfrentarse a la posibilidad de que el mundo nos dé una hostia, y, desgraciadamente, no todos los que presumimos de lo primero tenemos lo segundo.

Cristina

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