Llegan momentos en la vida en los que una circunstancia imprevista hace conmoverse nuestros cimientos. Aprendemos, a lo largo de los años, que la felicidad no es conseguir lo que se desea, sino desear lo que tenemos. Nos convencemos (o nos dejamos convencer) de que realmente lo que disfrutamos es lo que queremos tener y lo que vivimos es lo que queremos vivir. Pero un día, de repente, una pieza del puzzle de nuestra vida se tambalea, se desencaja, y ese día nos planteamos si realmente nuestra filosofía era la acertada… si en verdad deseábamos la situación en la que nos encontramos, la vida que vivimos, o por el contrario, ya sea por cobardía, ya sea por conformismo, llamémosle como queramos (o como menos miedo nos dé), nos obligamos a sentirnos satisfechos con ella. Un día, cuando menos te lo esperas, llega ese momento en el que un suceso hace que lo veamos todo de distinta forma. Que el cristal del color con que se mira (aquello de lo que depende lo que se ve) varía, es otro, y vemos las cosas distintas, y vemos distintas nuestras existencias y nuestras circunstancias, y lo que es peor, dejamos de sentirnos satisfechos con lo que nos satisfacía ayer… la cuestión, llegados a ese punto, está sólo en saber si tendremos el valor suficiente para cambiar lo que nos disgusta o rememoraremos de nuevo lo aprendido a lo largo de nuestra historia, cambiaremos el color del cristal hasta llegar al tono que tenía horas antes, y nos engañaremos una vez más diciéndonos a nosotros mismos… qué tontería, si yo soy muy feliz!
Cristina
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